El padre John

Mi nombre es John Wilmar Moreno Acevedo. Nací en Colombia y provengo de una familia muy sencilla.

Mi padre, que nació en el seno de una familia católica practicante, pasó su juventud en el campo y luego vino a Bogotá a estudiar y trabajar.

Mi madre sufrió mucho en su vida: perdió a su madre cuando nació y perdió a su padre cuando tenía cuatro años. Fue su hermanastro quien la vio crecer pero éste era ambicioso y pronto se deshizo de ella metiéndola en un internado. Así que siempre estuvo sola de niña y durante toda su juventud. Luego mis padres se conocieron y se casaron. Ambos trabajaban mucho.

Mi infancia transcurrió en un barrio de Bogotá llamado PATIO BONITO, que, a pesar de su nombre, no era nada atractivo: la violencia generada por el tráfico de drogas era tal que los taxistas se negaban a aventurarse por allí. Y mi padre era víctima del chantaje para mantener su negocio, mantener a salvo a su familia y enviar a sus hijos a la escuela. Mi hermano mayor, soldado, me cuidaba para que no me metiera en malas compañías ni en el tráfico de drogas. En cuanto a mi hermana pequeña, debido a la presencia de tres soldados en casa (mi padre, mi hermano y yo un poco más tarde), nunca tuvo ocasión de salir a fiestas.

En nuestro barrio, nadie se libraba de la violencia. Cada familia tenía uno o varios miembros, víctimas de esta ‘plaga’ generada por el narcotráfico. Así fue como perdí a un primo muy cercano al que apreciaba mucho, asesinado por varios impactos de bala cerca de su casa.

En este ambiente, llegó un sacerdote, un ex militar (capitán), que era a la vez sacerdote y obrero: según sus actividades, vestía uno u otro traje, alternando sus actividades pastorales con trabajos de albañilería u otros oficios. En aquella época, a diferencia de mis padres que iban sistemáticamente todos los domingos, yo tenía dificultades para ir a misa: al haber sido obligado por mis padres, desde muy pequeño, a rezar el rosario todas las mañanas a las 05:00 am., vivía la religión como una coacción.

De adolescente, hacia los 16 años, me gustaba sobre todo salir de fiesta, ir a bailar y jugar fútbol. Fue entonces cuando conocí a una chica joven, muy guapa, que me atraía mucho (con un amigo solíamos retarnos para ver quién salía con la chica más guapa del barrio). Pero esta chica que me atraía iba regularmente a la iglesia y participaba en la pastoral juvenil. Y sólo aceptó salir conmigo si yo también acudía a la capellanía para ocuparme de los jóvenes con ella. Y eso es lo que hice para conseguir mi objetivo... Había un cura completamente distinto, al que le encantaba pasar tiempo con los jóvenes, jugar al fútbol con ellos e intentar motivarlos para que fueran a la iglesia. Era alguien que se interesaba mucho por los jóvenes y hacía todo lo que podía para alejarlos de la calle, dado el peligro que había allí. A partir de ese momento, la iglesia se convirtió en mi segundo hogar.

El cura se llamaba Héctor Arbelaéz. Era alguien que no sólo luchaba por los jóvenes, sino también contra los grupos de narcotraficantes. Incluso se atrevió a denunciar a la policía corrupta en el tráfico de armas y drogas.

Su firme postura le valió dos asaltos y un secuestro; en cuanto a su iglesia, le rompieron las ventanas dos veces y también le prendieron fuego en una ocasión. Pero cuanto más represalias sufría este sacerdote, más fuertes se hacían sus convicciones y más denunciaba todo lo que ocurría en su barrio. Una vez, en plena misa, durante su predicación, cuando la iglesia estaba llena de mil personas, hizo una pausa de un minuto para informar a su auditorio de que la policía le había amenazado de muerte porque se inmiscuía en sus asuntos.

Finalmente, el obispo conmovió a este sacerdote, que no pudo callarse. Pero fue él quien me hizo tomar conciencia del amor de los jóvenes, quien me enseñó a mostrarles un camino diferente, y fue entonces cuando sentí por primera vez atracción por las cosas de Dios.

Después me fui al ejército para hacer el servicio militar obligatorio durante un año. Al final de este periodo, tuve la opción de dejar el ejército o quedarme para especializarme. Decidí quedarme, porque me gustaban el orden y la disciplina de la vida militar, y me hice francotirador. Y allí, por casualidad, volví a encontrarme con el mismo cura, que entonces era capellán del ejército.

Pero cuando vi cómo mataban a mis compañeros, cuando vi cómo mi mejor amigo se suicidaba con su propio fusil, cambié repentinamente de opinión: dejé el ejército, pasé página e incluso quemé todos mis recuerdos del ejército. Y siguió siendo el mismo sacerdote quien me hizo encontrar mi camino y convertirme en soldado del Señor, siendo mis armas en adelante las palabras del Señor, convencido ahora de que la caridad es más fuerte que un arma.

Comencé entonces mi proceso para entrar en el seminario, y lo conseguí. Desgraciadamente mi padre no aprobó que dejara el ejército, se sintió muy decepcionado, lo que me costo tres años sin hablarme con él -al igual que mi hermano mayor-.

Para pagarme los estudios en el seminario, tenía que trabajar durante el día. Después de algunos años de estudiar filosofía en Bogotá, me enviaron a Chile en misión para trabajar en el Tripartito (donde se encuentran las fronteras de tres países, Bolivia, Perú y Chile).

Allí trabajé en dos lugares sucesivos: primero en Visviri, un pueblo de 265 habitantes en el extremo norte de Chile, un lugar inhóspito por el desierto y el frío donde la vida era extremadamente dura, y luego en Arica, una gran ciudad de la misma región donde el narcotráfico era aún peor que en Colombia: había fácilmente de 3 a 4 traficantes por calle y los niños se peleaban entre sí por la droga. Allí intenté hacer el mayor número posible de actividades para los jóvenes: creé una escuela de fútbol y animé a muchos de ellos a decorar las paredes con grafitis (tags) para embellecer su ciudad.

Allí no había muchos sacerdotes, así que como simple seminarista me encargué de una capilla. Pero mi lucha por los jóvenes del barrio me metió en tantos problemas que un día el obispo me convocó: quería cambiarme de misión.

El obispo quería enviarme a África. Acepté, pero pedí visitar a mis padres antes de partir, pues hacía dos años que no los veía. El obispo me concedió una semana, incluyendo un viaje en autobús que duró cuatro días... Dadas estas difíciles condiciones, el obispo repitió su pregunta dos o tres veces: "¿Estás seguro de que quieres ir a África? Y mi respuesta seguía siendo invariablemente afirmativa.

Así que fui a ver a mis padres y, a mi regreso, el obispo me volvió a preguntar: "¿Estás seguro de que quieres ir a África, porque si te vas son cinco años sin volver? Entonces, con un nudo en la garganta, volví a responder ‘sí’. En ese momento el obispo se echó a reír y exclamó: "He elegido bien, no te envío a África sino a Roma, el Vaticano ha aceptado acogerte y formarte durante cinco años". Y concluyó con esta frase, que ahora he convertido en mi lema.

Antes de ir a Roma, mis padres y amigos me insistieron en que no cambiara, que siguiera siendo yo mismo y que no olvidara de dónde venía. Roma es un lugar maravilloso, rico en espiritualidad, historia y cultura. Es una ciudad donde se conoce a gente de todo el mundo, y yo intenté aprovecharla al máximo. El seminario era muy exigente y la formación muy rigurosa.

Terminé mis estudios y regresé a Colombia como novicio. Luego me enviaron a Puerto Gaitán, a 6 horas de Bogotá, en la parte amazónica de Colombia. Allí viví otra realidad: jóvenes de 14 a 17 años contratados por narcotraficantes para trabajar a 35 o 40 grados centígrados frotando hojas de coca, lo que les provocaba enfermedades cutáneas. Entonces empecé a luchar contra este tipo de explotación de menores.

Un día, un obispo francés, monseñor Dominique Rey, vino a pedirme ayuda para reclutar voluntarios porque estaba desesperado por encontrar sacerdotes jóvenes en Europa. Mi superior se ofreció a llevarme con él a Francia. Monseñor Rey me contó la historia de una pequeña parroquia que se estaba muriendo y cuya iglesia tendría que ser cerrada, era San Antonio de Padua en Toulon.

Así que llegué a Francia en 2012 y fui ordenado sacerdote el 24 de junio de 2012. En San Antonio, me entregué por completo a mi ministerio. Allí conocí a gente muy agradable, pero también a jóvenes completamente diferentes, víctimas de una triste pobreza espiritual. Intenté concienciar a la gente de lo afortunados que son aquí por tener tantas comodidades y ventajas sociales.

Me consternaba ver el enorme despilfarro de esta sociedad francesa y, recordando el país del que procedía, me hice una pregunta: ¿cómo puedo ayudar allí y aquí al mismo tiempo? Tenía que crear un puente entre dos realidades diametralmente distintas. Así que me propuse un proyecto-desafío: pedir a los jóvenes de aquí que ayudaran a cubrir las necesidades materiales de los jóvenes de allí y, al mismo tiempo, obtener satisfacción personal y espiritual a través de actividades.

Y fue entonces cuando se me ocurrió la idea del primer concierto en San Antonio de Padua: en quince días, conseguimos organizar un concierto para 200 personas, en el que participaron jóvenes cristianos, no cristianos, musulmanes y ateos. Estos primeros ingresos nos permitieron ayudar a Alba (véase la sección "testimonios").

Este primer éxito me ha animado a continuar: hay que tender puentes, dar a los niños colombianos la oportunidad de tener una vida mejor y crear conciencia aquí de lo afortunados que somos de vivir con tanta facilidad.

Esto nos da la satisfacción de ayudar a los demás, y los niños no se sienten olvidados, porque pueden empezar a construir sus sueños, les abre un poco las puertas. Por nuestra parte, nos hace crecer en humanidad, valorar nuestra vida, iniciarnos en los valores del compartir, en definitiva, hacer todo lo que podamos cuando tengamos los medios.